mafalda, vida de esta chica
Quino la dibujó por primera vez el 15 de marzo de 1962 y, aunque la versión nunca vio la luz —estaba destinada a ser publicidad subliminal de una marca de electrodomésticos— esa es la fecha del origen del mito. Cincuenta años después, el culto de Mafalda ha dado la vuelta al mundo. En el invierno de 1999, durante una entrevista en su casa de Buenos Aires, Quino me decía que nunca había imaginado tamaña vigencia y que a veces, cuando la gente se acercaba a saludarlo, podía sentir en ellos una suerte de tensión, de acusación velada: “La Mafalda es un dibujo, no es una persona de carne y hueso. Pero a veces me tratan como si hace veintiseis años hubiera matado a un grupo de nueve personas, los nueve personajes de la tira. A veces me tratan como si fuera un asesino”.
Quino no decía “Mafalda”. Decía “la Mafalda”. No como quien dice “el Quijote” sino como quien habla de una construcción.
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Los libros todavía están ahí, cuarenta y seis años después, en un compartimento de la mesa de luz de mi madre, junto a unas chinelas que ella ya no volverá a usar. No es un espectáculo para sensibles: están rotos, las tapas entreveradas con las páginas, las páginas mezcladas entre sí. El más viejo es de 1966, un año antes de que yo naciera. El último es de 1973, el año en que empecé a leer de corrido. Fue por esos libros apaisados, de tapas de colores, publicados por la editorial argentina Ediciones de la Flor, que conocí a Mafalda, la historieta que había dibujado Quino desde 1962 y a lo largo de una década. Los descubrí a mis siete, hurgando, como siempre hurgaba —con una avidez de comadreja— por todos los rincones de la casa y, aunque mis padres me permitieron leerlos, me advirtieron que no los iba a entender porque no eran libros para chicos. Entonces no me pareció, pero años después entendí que era verdad: que esos no eran libros para chicos.
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