sábado, 18 de febrero de 2012

LOS MISTERIOS DEL ALMA


Poseído por Changó, amo del trueno

"El presidente de la República Bolivariana de Venezuela se crece bajo su propia excitación y se lleva por delante el cáncer, la patria, Simón Bolívar, Cuba y el petróleo"

El color rojo es un atributo de Changó, el orisha del trueno y de la virilidad. En la religión sincrética de la santería equivale a la santa Bárbara cristiana, que imbuye a sus neófitos arrojo, fortaleza y resistencia. No sería extraño que Hugo Chávez, en uno de sus viajes a Cuba, después de que un babalao le echara los caracoles y le limpiara con coco, hubiera sacrificado a Changó un animal de cuatro patas para ponerse bajo su protección. De hecho, la camisa roja adoptada como uniforme civil por Chávez para su revolución bolivariana obedece a la fuerza irracional, convulsa de este orisha más que al color rojo de la bandera del marxismo leninismo.
Hugo Chávez, como todos los caudillos populistas, soñó que un día el pobre Lázaro se rebelaría y, lleno de cólera divina, se levantaría en armas. Chávez en 1992 dio un golpe de Estado, fracasó y fue encarcelado. Pese a este descalabro, persistió en la tentación de encaramarse en el banquete de los ricos y tirar al suelo a patadas todas las copas de oro, las bandejas de plata cargadas de licores y viandas, e invitar a los pobres a esta zarabanda a toque de rebato, una ambición política que esta vez coronó con éxito en 1998 en las urnas.
Este redentor del pobre Lázaro nació en Sabaneta, pequeña ciudad enclavada en los llanos de Barinas, en un hogar humilde de tres habitaciones con patio trasero donde la abuela Rosa Inés cuidaba de su nieto Huguito, plantaba maíz y le enseñaba el catecismo. Los domingos llevaba al niño a rezar al templo de la Virgen del Rosario, muy peinado y el pecho condecorado con un escapulario del abuelo. La familia, acendrada en la fe católica, esperaba que Dios llamara al pequeño vástago a su servicio en el altar, pero Huguito se quedó solo en monaguillo y a los 12 años se trasladó con los suyos a Caracas. Los suyos eran el padre Hugo de los Reyes, la madre Elena Frías, ambos maestros de escuela, y cinco hermanos, Adán, Narciso, Aníbal, Argentis y Adelis, hoy todos colocados con regalías en altos puestos de la Administración. De la niñez de Sabaneta, nuestro héroe se trajo una herida interior, el recuerdo de aquel día en que no le dejaron entrar en el colegio por llevar alpargatas, raíz de su odio de clase, según los exégetas. Por lo demás, en Caracas el muchacho tuvo sueños de béisbol y finalmente sus ansias de apostolado desembocaron en la academia del ejército.
Hay que imaginar a Hugo Chávez poseído por el rayo de Changó. Al final, ese ha sido su destino. Bajo el genio de este orisha se ha encaramado en la mesa del rico Epulón y desde allí ha comenzado a echar toda clase de bienes, pasteles, caramelos, licores y frutas confitadas sobre el panorama infinito de la pobreza venezolana, investido a medias de Papá Noel y de Robín de los Bosques. La posesión de Changó, amo del trueno, le fuerza a derramarse a sí mismo en palabras, arengas, versos, amenazas y chascarrillos, en medio de un turbión que arrastra en el mismo viento la justicia social y la corrupción, el desmadre y la inspiración irracional de la caridad. “¡Viva Dios y viva Chávez!”, le grita la parte del pueblo que le pertenece. Y Chávez se crece bajo su propia excitación y se lleva por delante el cáncer, la patria, Simón Bolívar, Cuba, el petróleo, a Epulón, y al final de todo acaba cantándole a Lázaro una ranchera.

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