jueves, 23 de febrero de 2012

LA DESIDIA, PARTE DE LA INDIOSINCRACIA


Las ruinas de una joya argentina

El país sudamericano tuvo una de las mayores redes ferroviarias del mundo. Ahora los porteños solo piden viajar con dignidad.

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La tragedia de Once ha vuelto a poner sobre la mesa un grave problema que sufren a diario los porteños y los habitantes del conurbano bonaerense que se tienen que trasladar a la capital argentina: el lamentable y peligroso estado de la red de trenes que viajan a la capital.
Una de las peculiaridades de Buenos Aires es que además de varias líneas de metro (denominado subte en Argentina) dispone de una red de ferrocarriles que, en su mayoría sobre superficie, llega hasta el mismo corazón de la ciudad. Esto provoca prácticamente a diario --aparte de las dificultades en el tránsito de automóviles por la existencia de infinidad de pasos a nivel en grandes avenidas--, situaciones peligrosas para peatones y vehículos.
A todo ello se suma un lamentable estado de mantenimiento y medidas de seguridad que convierten el trayecto en algunas líneas en un verdadero infierno para los pasajeros, que viajan hacinados y en circunstancias que desafían el mínimo sentido de la prudencia. En el tren accidentado ayer, como es habitual, muchos pasajeros viajaban entre los vagones por falta de espacio y, como además es verano austral, las puertas de los vagones estaban abiertas mientras el tren marchaba. No es la primera vez en que los pasajeros sufren mareos por el calor asfixiante. Si hubiera sido en pleno invierno las condiciones hubieran sido parecidas con los usuarios ateridos por el frío. La guinda del pastel es la delincuencia en trenes y andenes, a la que le son indiferentes las estaciones.
Es algo que sucede desde hace años, pero no siempre fue así. Argentina tuvo la mejor red ferroviaria de Sudamérica y una de las más extensas del mundo. Las privatizaciones sin control del presidente peronista Carlos Menem (1989-1999) sirvieron para desmantelar literalmente una de las joyas del desarrollo argentino. No sólo dejaron de funcionar los trenes condenando a la muerte a muchas localidades que quedaron reducidas a sólo un nombre en el mapa, sino que miles de kilómetros de vía férrea fueron arrancados porque resultaba más rentable vender el metal. Los trenes que servían para que cientos de miles de personas acudieran a la capital se deterioraron más allá de todo lo razonable. Luego sobrevino la debacle económica de 2001. Para aumentar el escarnio, las compañías propietarias de los ferrocarriles obtenían jugosos subsidios del Estado que en teoría debían servir para mejorar el servicio

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