POBREZA
"El ruido es muy molesto, pero con el tiempo una se acostumbra", explica MaríaVivir bajo la autopista por 130 euros
Unas 60.000 personas residen en infraviviendas construidas debajo de la mayor vía que cruza el centro de Buenos Aires
Como personajes extraídos de una novela de Roberto Arlt, los habitantes de una populosa villa miseria de Buenos Aires miran al cielo y sólo ven cemento y algún que otro haz de luz. Desde los tejados se cuela en sus cerebros, día y noche, un martilleo constante. Bienvenidos a Bajo Autopista, el barrio de emergencia por cuyo techo transitan cada día miles de vehículos que cruzan la autopista más céntrica de la capital porteña. Abajo, en las abigarradas calles del barrio, la vida transcurre sin prisas, casi se podría decir que plácidamente si no fuera porque la zona marca la frontera entre la Villa 31 y la 31 Bis, un territorio ganado por el narcotráfico y la inseguridad y que en las últimas semanas ha dejado varios muertos en la cuneta.
Bajo Autopista es uno de los barrios de la Villa 31, una de las áreas marginales más populosas de la capital argentina, con más de 60.000 habitantes. Ubicada a unos metros de la estación de tren de Retiro, en pleno centro porteño, desde sus azoteas se vislumbra a pocos metros la lujosa Avenida Libertador. Fundada en los 40 del siglo pasado, la villa fue extendiéndose de su espacio original y el trazado elevado de la autopista Illia no fue inconveniente para los pobladores. Las construcciones ilegales se fueron adaptando a la autopista y la mediana natural que divide los carriles es de hecho la única entrada de luz de una parte del barrio.
Recientemente, el Ayuntamiento decidió cablear ese hueco intermedio y decorarlo con plantas. El objetivo era evitar casos como el de la rueda de un coche que un día cayó al barrio, como si fuera la pinza que se desprende de un tendedero.
La jubilada María Gutiérrez, de 65 años, se instaló en Buenos Aires desde su Salta natal hace doce años, pero en Bajo Autopista apenas lleva cinco meses y ya tiene la cabeza hecha un bombo. «El ruido es muy molesto, con el tiempo uno se acostumbra pero al principio no se puede dormir», comenta en su minúsculo apartamento, apenas dos cuartitos y un pasillo minúsculo por el que se puede acceder a una peculiar azotea cableada. Su hijo Leandro, su nuera Jessica y tres de sus 22 nietos viven temporalmente con ella en esos 20 metros cuadrados por los que María paga al mes 1.800 pesos (130 euros). Con su pensión de 3.000 pesos mensuales, a María apenas le queda dinero para el día a día. Por eso, cuando no llega a fin de mes, sale de la villa para lavar ropa en una casa y ganarse unos pesos.
Como en el resto de la villa, el contrato de alquiler de María no tiene validez legal. «La casa es de unos peruanos, yo les pago y ya está. Nada más. Acá no se paga ni luz ni agua, sólo la garrafa de gas», cuenta María mientras lava ropa debajo del ventanuco (sin cristal) por donde se cuela la única luz de la calle. María quiere volver al barrio de Pompeya, en el sur de la ciudad, donde ha vivido desde que dejó Salta: «No me gusta vivir así, cuando llueve se inunda todo y cuando hace calor el cemento recalienta la casa». Afuera, en el laberinto de callejuelas sombrías decoradas con un enjambre de cables y cañerías, tampoco es que se respire el aire más natural del mundo. Hay que salir a la placita de la entrada para abrir los ojos de par en par. Y de paso, cruzar miradas con los malandros que deambulan por el barrio sin oficio ni beneficio.
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