El magnífico regalo de Perón que le salvó la vida a Anastasio Somoza, el dictador que implantó décadas de terror en Nicaragua
Se habían complotado para asesinarlo. Eran estancieros, campesinos, guardias nacionales y hasta el edecán presidencial. El dictador iría a misa de Pascua y luego llegaría el crimen. Pero un fastuoso regalo del presidente argentino cambió el rumbo de su limusina y, sin sospecharlo, el rumbo de la historia
El 4 de abril de 1954, domingo de Pascua, 12 complotados llegaron puntuales, antes de las 9 de la mañana, al cruce de la carretera Sur con la ruta que va a León, a 11 kilómetros de Managua.
Se parapetaron detrás de una pequeña pared de adobe que flanqueaba la tranquera de ingreso a la finca "La California", donde los esperaba el propietario con cinco de sus peones, y distribuyeron según la capacidad de cada cual un pequeño arsenal contrabandeado desde Costa Rica: ametralladoras Mazda y Browning quedaron a cargo de 4 ex guardias nacionales exonerados y 3 guardias nacionales en actividad; los 3 estancieros que integraban el grupo recibieron fusiles M 1 y M 2, y los campesinosempuñaron revólveres Colt 45; por las dudas, todos fueron brevemente instruidos sobre el uso de las granadas de mano y los cartuchos de dinamita que completaban el parque.
Habían elegido ese día, de poco tránsito en las rutas, para matar al general Anastasio Tacho Somoza García, en el poder de Nicaragua desde 1937.
El dictador había viajado el viernes 2 a la costa del Pacífico para inspeccionar el avance de las obras del nuevo puerto -casualmente llamado Puerto Somoza- desde el cual pensaba fletar ganado en pie hacia el Perú, en barcos que también por azar pertenecían a su compañía naviera.
Según les había dicho el decimoctavo complotado, nada menos que el edecán militar, la limusina presidencial iba a llegar llegar al cruce de rutas un rato antes de las 10, porque Somoza quería asistir a la misa de Pascua en la catedral, convocada a las 11 por el arzobispo Alejandro González y Robleto.
Cuando fueron las 10 y la limusina Cadillac 1953 no había pasado rumbo a Managua, los complotados comenzaron a preocuparse; a las 10.30 ya se miraban con recelo, y a las 11 los desquició el pánico. Huyeron a bordo de cuatro vehículos, en diversas direcciones. Los cuatro que decidieron refugiarse en Jinotepe tropezaron a los pocos kilómetros con un retén ordinario de la Guardia: al suponer que habían sido descubiertos, cruzaron acusaciones entre ellos y delataron a los demás.
La misa no había terminado aún cuando los frustrados magnicidas sufrían las primeras sesiones de tortura a pocas cuadras de la catedral, en las mazmorras de la Loma de Tiscapa, donde se emplazaba la casona de los presidentes.
El general Luis Somoza Debayle, hijo mayor de Tacho, director de la Guardia Nacional y por lo tanto primer heredero al trono, se encargó personalmente de impedir que los suplicios precipitaran la muerte de los detenidos. Cumplió con la terminante orden de su padre:
-Que a nadie se le vaya la mano. Quiero escuchar por mí mismo quiénes están detrás de esta pendejada.
Lo curioso es que ni Somoza padre fue a misa, ni el atentado falló como consecuencia de un chivatazo.
Pocos meses antes, el viernes 10 de octubre de 1953, el general Anastasio Somoza García había aterrizado en el aeroparque de Buenos Aires al frente de una comitiva de más de 100 personas, entre familiares y funcionarios de su gobierno. En un gesto poco habitual en las relaciones diplomáticas, el presidente Juan Domingo Perón fue personalmente a recibirlo, junto al canciller Jerónimo Remorino. Ambos mandatarios vestían uniforme militar, con botas de caña alta, y en el caso de Somoza con charreteras y entorchados de gala.
Tras la interpretación de los himnos patrios a cargo de la banda del Regimiento de Granaderos, pasaron revista a una formación de cadetes de la Fuerza Aérea y partieron hacia la Casa Rosada, en cuyo Salón Blanco el anfitrión condecoró a su huésped con la Gran Medalla Peronista, que llevaba la inscripción "Al Leal Amigo", y en reciprocidad recibió la más alta distinción nicaragüense: la Orden de Rubén Darío.
Somoza estuvo un par de días en Buenos Aires, asistió a una gala en el Colón y luego partió hacia Mendoza con toda su comitiva a bordo del mismo avión charter de Pan American que lo había traído desde Nicaragua.
Los presidentes volvieron a verse en Buenos Aires el 17 de octubre, Día de la Lealtad, y Perón tuvo con Somoza la deferencia de invitarlo a compartir el famoso balcón de la Casa Rosada, donde incluso se alternaron en la entrega de medallas conmemorativas a los trabajadores, las amas de casa, los estudiantes y los deportistas que se habían destacado ese año en la devoción hacia el líder.
Durante la cena de despedida, el nicaragüense le contó a Perón que había recorrido en Mendoza viñedos espléndidos, pero nada podía compararse con el nivel extraordinario de los pura sangre que había visto correr en el hipódromo cuyano. Perón le dijo que los conocía por haber vivido algún tiempo en aquella provincia, y Somoza cerró el tema confesando su anhelo de agrandar el pequeño hipódromo que tenía instalado junto al lago Xolotlán para convertirlo en la atracción de todos los apostadores de América Central.
Aquel 4 de abril de 1954, cuando se disponía a partir de Carazo hacia Managua, el presidente Somoza recibió por teléfono una noticia inesperada: en el aeropuerto de Las Mercedes había aterrizado un avión de carga DC-3, enviado por el general Perón desde Buenos Aires, con un obsequio personal a bordo.
Intrigado, Somoza decidió alterar el recorrido previsto y desviarse hacia el aeropuerto.
Allí, todavía dentro del avión acondicionado como un establo, lo esperaban tres espléndidas yeguas sangre pura de carrera: Sheila, Betsy y Katya, cada una con su correspondiente inscripción en el stud book del Hipódromo de Palermo y el pedrigree certificado con el sello y la firma del escribano general del gobierno argentino.
Desde el aeropuerto, Somoza llamó a la redacción de su periódico, Novedades, para ordenar que un fotógrafo concurriera a ilustrar el momento. En eso estaba cuando llegó su hijo mayor, acompañado por tres esbirros de la Guardia Nacional, y le contó que había 17 detenidos por participar en un complot para eliminarlo.
Fue cuando Somoza padre impartió la orden de que los mantuvieran con vida hasta que él mismo pudiera interrogarlos a la noche.
Al día siguiente todos los complotados estaban muertos, incluido el edecán, y la portada de Novedades mostraba al presidente Somoza feliz entre sus yeguas argentinas, con gorra de jockey y una fusta en la mano derecha.
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