Lina Medina, una madre a los cinco años
Lina es peruana, hoy tiene 84 años, y ya ha sobrevivido 39 años a su propio hijo
El médico que ha escrito su biografía actualizada, que presentamos en exclusiva, relata su vida
Lina Medina tiene un nombre que rima con vida. Sigue oculta, sus 140 centímetros de estatura le ayudan a pasar desapercibida. Es una mujer discreta, de nobles modales, de una manera sensible de sobrevivir. Conserva a pesar de su edad una magnífica piel andina. Parece mucho menor de los 84 años que cuenta. Una paradoja para la madre más precoz de la historia de la humanidad. Ella tuvo a su hijo Gerardo con cinco años, siete meses y 21 días de edad. En la semana en que una niña-madre de 11 años ha conmovido a España, reconstruimos la vida de Lina con su biógrafo, el ginecólogo José Sandoval, que anuncia la reedición ampliada de su libro: Madre a los cinco años. Es un recorrido desde su niñez en una de las zonas más pobres de América, el nacimiento de su vástago, las comprobaciones médicas, las promesas incumplidas por el Gobierno, la generosidad de su ginecólogo, su caída en desgracia, la muerte de su hijo-hermano a los 40 años, el amor, el nacimiento de su segundo pequeño, la miseria, el olvido, su pensión que no llega a los 35 euros... Una existencia digna de Eurípides. Así es la vida de Lina.
Origen
Para los pobladores de Antacancha, Lina no es solo la penúltima pequeña de Tiburcio Medina y Victoria Loza. Ella es la virgen María y la madre del hijo del Sol. Crece en una de las zonas más pobres de Huancavelica, el reino de la desesperanza, una de las capitales de la miseria de Perú, donde las familias viven con un euro al día. Eso hoy. Cuando Lina nace, el 27 de septiembre de 1933, al menos no le tienen que cercenar el cordón umbilical con una piedra, como pasó con alguno de sus hermanos. Vida de campo, serena, de santos inocentes. Había tenido manchas rojas desde los ocho meses en la zona de la ingle. No le dan importancia hasta que, con dos años y nueve meses, sus hermanas ven en «sus piernecitas manchas de sangre», como describe Sandoval. Van a la madre, que «procede a realizarle un brusco examen, propio de la gente ruda del campo, para tratar de identificar la herida sangrante. Hay algo que llama la atención a Victoria: es el tenue vello que se evidencia alrededor de los genitales». La escena se repetiría 45 días después y así sucesivamente. Es gente de campo, de los Andes profundos, donde el nivel de analfabetismo llegaba a superar el 90%. «Con el transcurrir de los meses notan que los rasgos de sangre vienen en cada luna. Creencias de la zona los obligan a atribuir a la luna el motivo de esta enfermedad».
Lina y sus hermanos duermen sobre trozos de cuero y mantas, que se distribuyen en cuatro partes, tratando de formar cuatro camas. A finales de 1938, el sangrado se detiene. Victoria agradece al cielo. Eso sí, ve a la chiquitina que acababa de cumplir cinco, menos radiante. Triste. Pensaban que le había dado el mal del puquio o la enfermedad del cerro. Para abril de 1939, la barriga de Lina está muy hinchada. Padece cólicos. Se retuerce de dolor. El centro médico más cercano está a 170 kilómetros de montaña, ríos y barro. Tiburcio toma a su hijo y comienza la ruta. «Salen de Antacancha el seis, a las seis de la mañana. Inicialmente, la pequeña Lina camina pero pronto el abultado abdomen la fatiga y Tiburcio se ve obligado a cargarla, con una manta ancha la sujeta a sus espaldas».
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